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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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La secretaria dijo al coronel que podía pasar al despacho del agregado, aunque éste hablaba por teléfono en ese momento con Washington. Detrás de su mesa de metal y madera había un retrato de Richard Nixon y una bandera de Estados Unidos. El agregado hizo un gesto con la mano al coronel para que se sentara, tapó un momento el auricular y añadió en voz baja:

—Es el jefe de gabinete de la Casa Blanca. El Águila acaba de alunizar.

La fantástica noticia hizo sonreír al coronel Johnson. Aunque con cierta malicia, por quién se la estaba dando a su superior. Conocía bien a H. R. Haldeman, el «Muro de Berlín» de Nixon, como solían referirse a él. Sabía por propia experiencia que las conversaciones con el jefe de gabinete siempre resultaban exasperantes. Era un hombre excesivamente ceremonioso y metódico, hasta el punto de llevar en persona un puntual diario de sus actividades en la Casa Blanca.

El agregado colgó al fin y lanzó un largo suspiro, con la mano aún sobre el auricular del teléfono.

—Buenas noticias —supuso Johnson, aún con su media sonrisa poco humorística.

—¡Sí, pero este hombre es insufrible! Está obsesionado con los detalles. Si algo falla esta noche, van a rodar cabezas. —El agregado se pasó el pulgar por el cuello—. La mía, la suya y todas las que se pongan en medio.

—No hay de qué preocuparse. Todo está en orden. Esta misma mañana he supervisado y ultimado la instalación del bucle de seguridad en Fresnedillas. Ahora regresaré allí en espera del paseo lunar.

El agregado asintió.

—Bien… Si ocurriese algo allí arriba… Dios no lo quiera, pero…

—Si mueren durante la misión, no debe emitirse la señal, por supuesto.

—Un fracaso como ese condenaría nuestro programa espacial. Los rusos han estado a punto de adelantársenos. Sólo faltaría que ahora esos malditos comunistas vieran en directo la muerte de los nuestros por televisión. Y con una señal emitida por nosotros mismos.

En ese momento sonó el zumbador del interfono. El agregado presionó un botón y se oyó la voz de su secretaria.

—Tiene una llamada del mando de la base de Torrejón, señor.

—Ahora no, Gladis. Les llamaré yo en unos minutos.

—Bien, señor.

El agregado interrumpió la comunicación.

—¿Por dónde iba…? —preguntó al coronel mientras sacaba un paquete de cigarrillos de un cajón.

—La posibilidad de un accidente.

—Eso es. Hasta ahora las cosas han ido bien, pero no podemos correr riesgos.

Todo estaba medido al milímetro. Todo estaba previsto. Todo se había repasado una y otra vez. Sin embargo, cuando se trata de alcanzar lo acaso inalcanzable, ninguna preparación garantiza el éxito.

Tras una breve pausa, en la que el agregado encendió su cigarrillo y ofreció uno al coronel, el primero siguió hablando. Era obvio que estaba muy tenso y necesitaba desahogarse diciendo algo que el coronel ya sabía:

—La humanidad cree que la conquista de la Luna se hace por un motivo altruista. Ilusos… Piensan que hemos gastado miles de millones de dólares para poner allí un pie y traer de vuelta un puñado de rocas. Nosotros no somos como esos memos alpinistas que escalan el Everest, miran el paisaje y vuelven a casa con el espíritu lleno de alegres sentimientos de superación personal. Aquí está en juego mucho más. La supremacía del mundo libre, del nuestro, sobre el comunismo internacional y su estilo de vida opresivo e inhumano. Tenemos que demostrar quién manda. Por eso hay que mantener el control de las comunicaciones. Si las cosas salen bien, nadie notará que la transmisión se ha emitido con un pequeño retardo. Y si salen mal… Si salen mal, no permitiremos que nadie vea a nuestros compatriotas muriendo en la Luna.

El rostro grave del agregado cambió de expresión. Ahora lo iluminaba una sonrisa franca.

—Basta de pensar en lo peor. No seamos agoreros. Estoy seguro de que saldrá como está previsto, y esta noche, dentro de pocas horas, asistiremos a un acontecimiento histórico.

—Yo también lo creo, señor.

—Por cierto… —dijo el agregado, y mantuvo una leve pausa teatral—. Esto es un secreto, pero me han comunicado lo que dirá Neil Armstrong cuando se abra la escotilla del Águila y ponga por fin su pie en la Luna. ¿Quiere saberlo? Tenga en cuenta que no puede filtrarlo. Confío en usted.

—Por supuesto. Para eso me entrenaron.

Ambos rieron con complicidad. Sabían que el discurso del primer hombre en hollar la superficie de nuestro único satélite natural había sido un quebradero de cabeza en Washington. No querían hacer el ridículo con algo demasiado rimbombante o pretencioso, ni tampoco desaprovechar la oportunidad que se brindaba de entrar en los libros de historia por la puerta grande.

—Armstrong dirá lo siguiente: «Este es un pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la Humanidad». ¿Qué le parece?

—Incompleto —dijo secamente el coronel.

—¿Incompleto? ¿A qué se refiere?

—Debería decir «un pequeño paso para un hombre americano».

3

Antonio Durán, con su pelo negro perfectamente fijado y su traje a medida, se sentó en la barra del Pasapoga. El camarero lo conocía bien. Era cliente habitual. Se acercó a él mientras encendía un cigarrillo mentolado Paxton con su soberbio encendedor Ronson.

—¿Tomará lo de siempre?

—Ajá.

El camarero cogió un vaso ancho y puso en él dos pedazos de hielo hecho con agua hervida. Luego los regó con un doble de whisky Bells.

—Aquí tiene.

Durán levantó el vaso a modo de agradecimiento y bebió un sorbo.

—¿Ha venido sin compañía?

—Sí. Como un solo hombre.

—¿Qué fue de la rubia de ayer? Era realmente bonita.

—Me parece que haces demasiadas preguntas.

—Supongo que tiene razón. ¿Le molesta?

—En absoluto. La rubia de ayer era una estrecha. Y no me gusta perder el tiempo.

—Comprendo.

—¿Algo interesante hoy por aquí? —Durán habló mientras echaba una ojeada alrededor—. No hace falta que respondas. Ya veo que sí.

Al fondo de la barra estaba sentada una joven preciosa, muy bien vestida y de aspecto distinguido. Debía de tener unos veinticinco años. Durán acababa de cumplir treinta y cinco. Prefería una diferencia de edad aún más amplia, pero no iba a hacerle ascos a una mujer tan apetecible como esa.

Cogió su whisky y caminó lentamente hacia ella, en torno a la barra. Enfrente se hallaba la pista de baile y un buen número de mesas bajas circulares. Eran casi las doce de la noche del domingo. Una hora y un día perfectos para disfrutar de la noche madrileña.

—¿Espera usted a alguien, señorita?

La joven levantó la mirada. Parecía triste. Cambió su expresión, tratando de disimular.

—En realidad, sí. Espero a mi novio.

Durán estaba seguro de que era mentira. Estaba tan plantada como los troncos del Brasil que había junto a la entrada.

—¿Le importa si espero con usted? No me gusta beber solo. ¿Quiere acompañarme?

—Gracias, ya tengo una bebida.

—¿Puedo sentarme a su lado, entonces?

—Si le apetece…

La primera resistencia estaba vencida. Con las mujeres, Durán actuaba de un modo similar a como se haría en una guerra: estrategia correcta, batallas ganadas, conquista final. En su juventud había servido en el protectorado español de Marruecos. Participó en la campaña de 1956, que acabó con el tratado de paz y la independencia del país norteafricano. Luego estuvo en el Sahara Occidental y en Guinea, hasta 1968. Volvió a España después de que todos los esfuerzos por evitar la independencia de la rica provincia africana resultaran vanos, y de que fracasara un intento por controlar la situación de un modo poco ortodoxo. Había sido formado en Langley, mediante un acuerdo de cooperación entre la CIA y los servicios secretos españoles. Ahora pertenecía a la Sección Tercera de la inteligencia militar.

Apuró su whisky e hizo un gesto al camarero para que le sirviera otro. Éste lo observaba intentando comprender por qué tenía tanto magnetismo con las mujeres.

—Me llamo Antonio Durán —dijo a la joven—. ¿Y usted es…?

—Lucía Antúnez.

El apellido era muy conocido.

—¿No será usted familia del almirante?

—Sí. Es mi tío.

—¡No me diga! —exclamó Durán, que había preguntado sólo por preguntar—. El almirante es un gran hombre… Y bien. ¿Va usted a ver la emisión de los astronautas americanos en la Luna? Han dicho por la radio que saldrán del módulo lunar hacia las tres de la madrugada, hora española.

—La verdad es que no me interesa.

Mencionar la histórica próxima llegada a la Luna no había funcionado, así que Durán decidió cambiar de estrategia.

—Vamos. La veo muy triste. Si su amigo no ha venido, peor para él. Quizá no sepa apreciar lo bueno, pero yo sí.

La sonrisa de Durán era franca. Extendió una de sus manos y señaló hacia la pista de baile con la mirada. La joven negó con la cabeza, pero finalmente aceptó la invitación. No tenía por qué amargarse, y menos aún cuando un hombre tan atractivo como aquél había aparecido como una especie de ángel salvador… Aunque era preferible no hacerle partícipe de su desdicha.

Estuvieron bailando casi una hora. Durán se mostró muy cortés. Hablaron de trivialidades y de la vida en general, sin entrar ninguno de los dos en detalles personales. A ella le atrajo enseguida su aire distante, a pesar de que se comportaba como un perfecto caballero. Era como si no quisiera nada en especial, lo cual suponía una gran seguridad en sí mismo.

Cuando abandonaron la pista de baile, se sentaron a una de las pequeñas mesas circulares con una lamparilla en su centro. Durán pidió otro Bells doble y ella un Martini blanco con un chorrito de ginebra Tanqueray.

—También es mi ginebra preferida —dijo Durán.

—Yo no las distingo, pero era la favorita de Pablo…

La repentina alusión a su novio hizo que la joven estuviera a punto de soltar una lágrima. Durán miró a sus ojos trémulos.

—¿Qué te pasa? ¿Te ha dejado? ¿O le has dejado tú a él?

—No… Sí… No lo sé. Tenía que haber venido aquí esta noche. Le he estado esperando mucho tiempo y… Tengo miedo. Temo que le haya podido ocurrir algo malo.

—¿Por qué dices eso? Seguro que algo le ha impedido venir, mujer. Además, así nos hemos conocido. No debes preocuparte sin motivo.

Ella agachó la cabeza y habló en tono muy bajo, apenas audible por encima de la música.

—Es que sí hay un motivo… Pero no sé si debo decírtelo…

—Puedes confiar en mí. No tengas cuidado.

—Es que… Es que Pablo anda metido en cosas de política. Me dijo que creía que lo estaban siguiendo. Quizá lo hayan detenido. Y encima yo soy sobrina del almirante Nieto Antúnez…

Ya no pudo resistir más y se puso a llorar. Desde una mesa cercana, un matrimonio maduro miró a Durán con gesto de reprobación.

—Bueno, no es para tanto. Estamos en los sesenta. Ya no es tan grave oponerse al Régimen. ¿Quieres que vayamos a otro sitio y me lo cuentas con más calma?

El ambiente del Pasapoga no era el más adecuado para confidencias. Salieron juntos después de que Durán pagara la cuenta y éste pidió al portero que fuera por su automóvil. Al poco regresó con un impoluto Fiat 124 cupé de color azul. Durán le dio una moneda de cincuenta pesetas como propina y abrió a Lucía la puerta del acompañante.

—A estas horas, y con lo de la Luna, debe de estar todo cerrado. Me refiero a los sitios tranquilos, donde se pueda hablar. ¿Quieres venir a mi casa?

—No sé si…

—Te doy mi palabra de que no haré nada que tú no quieras hacer.

4

El Dodge Dart de color negro, sin ninguna clase de distintivo, se detuvo en el acceso al perímetro exterior de la Estación de Seguimiento Espacial de Fresnedillas. El conductor abrió la ventanilla junto al puesto de guardia y anunció la llegada del coronel Johnson. El soldado hizo el saludo militar y comprobó su documentación antes de abrir la barrera y franquear el paso al automóvil.

El conductor tomó una vía al final de la cual apareció la silueta de una gran antena paraboloidal de comunicaciones, orientada al cielo de la noche. Dejó a su derecha dos edificios anchos y chatos y una torre coronada por antenas semejantes a gruesos palos verticales, y giró a la izquierda. Un poco más adelante, estacionó en un pequeño aparcamiento junto a otros vehículos oficiales.

El coronel no esperó a que le abriesen la puerta. Cogió su maletín y salió al exterior, al calor de la silenciosa noche veraniega. Encendió un cigarrillo antes de atravesar la puerta de entrada al edificio principal. Mientras avanzaba por su interior no dejaba de preguntarse si los españoles, que se mantuvieron teóricamente neutrales en la última guerra mundial, eran de fiar. Su alianza con Estados Unidos se debía al interés, más que a la afinidad política. Como miembro de la inteligencia militar de su país, sabía que el general Franco escribía elogios a América al tiempo que firmaba con seudónimo críticas encarnizadas que ponían de manifiesto su desprecio hacia el estilo de vida americano y sus figuras políticas. Sin embargo, la colaboración entre ambos países era obligada en este caso, ya que Fresnedillas pertenecía a la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio —es decir, la NASA estadounidense— en cooperación con el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial —el INTA español.

Antes de dedicarse a su labor actual, Johnson sirvió en la Fuerza Aérea. Durante la guerra de Corea perteneció a un grupo dedicado a misiones especiales. Desde entonces había ido cambiando la mirada feroz de un comando sediento de sangre por la reflexividad de un agente de la inteligencia militar, aunque nunca perdería su natural desconfianza hacia casi todo.

A pesar de sus recelos, había una cosa que sí le gustaba de los técnicos españoles: eran capaces de improvisar y solucionar un problema mediante el ingenio y una generosa dosis de atrevimiento. Se alegraba, sólo por eso, de que las comunicaciones en Europa se controlaran desde allí, en lugar de cualquier otro país de la zona.

Johnson casi había llegado a una de las salas de control. Siguió avanzando por la galería y, al final del pasillo, descendió por unas escaleras a la planta inferior. La amplia sala, por debajo del nivel del suelo, exhibía orgullosa una enorme computadora y varios dispositivos de almacenamiento de datos en cinta magnética. Frente a ellos, sobre una mesa, se hallaba una máquina tan novedosa como aquellos equipos electrónicos: un aparato capaz de registrar las imágenes llegadas desde la Luna en gruesas cintas de dos pulgadas de anchura, similares a las de la computadora. Era un invento que prometía sustituir en poco tiempo al celuloide, creado por la innovadora firma Ampex, y que permitía grabar hasta veinte minutos de imágenes en cada rollo.

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