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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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—Por favor, ¿señorita Lucía Antúnez? —dijo cuando contestaron—. De parte de Antonio Durán.

La joven apenas tardó en ponerse. Seguía muy nerviosa. Durán se alegró de poder darle algo de esperanza.

—Van a mirar lo de tu novio. Tengo mis contactos. Así que no te apures, ¿de acuerdo?

Al otro lado de la línea, Lucía se puso a sollozar y a darle las gracias. Durán le pidió que se calmara. No era del tipo de hombre al que le complace que le agradezcan los favores más de una vez.

—Ya te llamaré cuando sepa algo más. Cuídate.

Acababa de colgar cuando Sánchez apareció delante de él con una expresión patibularia en el rostro.

—¿Qué pasa? —le preguntó Durán, extrañado.

—Tu chico… Que acaban de llevárselo de aquí. Estaba en los calabozos. He estado preguntando y resulta que lo detuvieron ayer.

—¿Sabes si ha hecho algo grave?

—Pues la verdad es que sí. Estaba prestando apoyo a la célula comunista que estamos buscando. Le pillaron siguiendo a un militar americano de la embajada. Lo han interrogado y…

El temor se reflejó en el rostro de Durán. La palabra «interrogar» podía significar muchas cosas, como él sabía mejor que nadie.

—El chico no quería hablar. Le han dado demasiado fuerte... Va camino del depósito.

Durán tomó aire y abrió los ojos como si hubiera visto un fantasma.

—¿El depósito de cadáveres…? ¿Ha muerto?

—Me temo que sí.

Hubo un largo silencio. Los brazos de Durán colgaban inertes a ambos lados de su cuerpo. Por fin reaccionó.

—Ni una palabra a nadie de todo esto, Sánchez. Y menos aún de la sobrina de Nieto Antúnez.

—Puedes estar tranquilo.

En diez minutos, Durán salía a la calle con los ojos vidriosos, acompañado de Sánchez. Encendió un cigarrillo ante la Dirección General de la Policía y contempló la calle, sin verla realmente. No sabía cómo iba a dar la noticia a Lucía.

—Oye, Durán —le dijo su compañero, agarrándole por un brazo—. Nosotros no hacemos las normas, pero todo esto se está saliendo de madre. Lo siento, de verdad.

Durán asintió, igual de ensimismado. Un poco después estaba solo. Terminó su cigarrillo y caminó por la acera hacia el coche oficial, que lo esperaba cerca. El conductor salió al verle y corrió a abrirle la puerta. Debía regresar a El Pardo. Se acercaba la hora de actuar.

11

Las sogas eran recias y ásperas. La estancia se hallaba a oscuras y olía a humedad. A ciegas y casi sin capacidad de movimiento, el coronel Dominic Johnson trató de analizar la situación. Le dolía terriblemente la cabeza y notaba en ella alguna clase de vendaje. La luz que se les negaba a sus ojos fue llegando poco a poco a su mente. Recuerdos que fueron componiendo los hechos. Reconstruyéndolos desde el momento en que abandonó la estación de Fresnedillas hasta que fue atacado en la carretera.

Oyó un murmullo cercano que le hizo aguzar el oído. Era una voz débil, de un hombre, que hablaba en español con un marcado acento. Le costaba reconocerlo. Al fin y al cabo, esa no era su lengua nativa. Pero de pronto lo identificó. El dueño de la voz era ruso.

Dio un respingo en la silla a la que lo habían atado. Otro hombre habló, ahora en voz alta y perfectamente audible.

—¡Vaya! Ya te has despertado, ¿eh, cabrón?

—¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes?

Una fuerte palmada precedió a la contestación del primer hombre, el ruso.

—¿Quién te ha dado a ti derecho a hacer preguntas? —dijo con desprecio.

El coronel creía que la habitación estaba a oscuras, pero sus captores se movían y se comportaban como si el lugar estuviera iluminado… Entonces lo comprendió. Johnson abrió los ojos cuanto pudo y supo que la negrura que lo envolvía todo era interior.

—¡No veo!

—¡Déjate de trucos! —gritó el ruso.

—Es verdad. No puedo ver nada…

—Pues peor para ti. A nosotros no nos hace falta que veas. Mejor así.

Aquel ruso parecía el jefe. Se acercó tanto a Johnson que éste podía notar su respiración en el cogote.

—Ahora vas a decirnos cómo abrir tu maletín y lo que contiene. Si no, vas a pasarlo muy mal. Sé cómo hacer que una muerte resulte muy, muy lenta. Tú eliges: algo rápido, y quizá vuelvas a ver a quien sea que te espere en tu podrido país, o morir despacio y con tormentos que no puedes ni imaginar.

—No sé lo que contiene el maletín, ni tampoco la combinación —dijo el coronel, y no mentía—. ¿Creen que mi gobierno es tan estúpido para darme esa información? Si quieren saber lo que contiene, tendrán que forzarlo.

—Claro que tu gobierno no es tan estúpido para eso… Ni tampoco nosotros somos tan idiotas para forzar el maletín. Tú sí que has demostrado ser un idiota si has pensado que podrías engañarnos tan fácilmente. Ese maletín debe de contener una bomba o algún sistema de autodestrucción. Así que pórtate bien, sin trucos, y dinos cómo abrirlo.

El coronel estaba entrenado para dominar el miedo. A lo largo de su carrera se había visto en situaciones críticas. Conocía los efectos de la tortura y de las drogas. La resistencia de un individuo no dependía sólo de su entereza y su valor. Al final, casi siempre se conseguía arrancarle lo que supiera, cuando el cerebro llegaba al límite de aguante físico y psíquico. Por eso, la mejor manera de preservar un secreto era no revelárselo al mensajero. El coronel ignoraba realmente la combinación del maletín o cualquier clase de truco para abrirlo sin dañar el contenido. Sólo sabía que dentro estaban preparadas las ampollas de ácido para disolver las cintas en caso de ser forzado.

—Hagan lo que tengan que hacer, malnacidos… —dijo Johnson, preparado para lo peor.

—Muy bien —dijo el ruso—. Lo haremos, no lo dudes. Lo haremos.

Antonio Durán acababa de dar a Lucía la noticia de la muerte de su novio. Lo hizo como si se tratara de un soldado caído en combate. No supo qué hacer para consolar a la joven, que se puso a llorar y a gritar al otro lado del teléfono. Sólo pudo quedarse en silencio, escuchándola, sintiendo su dolor que también a él le hería. Después tuvo que colgar y olvidarse de todo aquello. Lo esperaban en la sala de operaciones del cuartel de la guardia de Franco, en El Pardo. Antonio Durán fue informado de la llegada inminente de Otto Skorzeny, y se mostró contrario a ello abiertamente.

—Ese hombre es un criminal de guerra.

—Durán, guárdese sus escrúpulos para su vida privada. Aquí nadie tiene las manos limpias de sangre.

Habló el general al mando, y con sus palabras hizo que Durán recordara que él había tenido esa mañana las manos manchadas literalmente de sangre.

—Sé cumplir órdenes, señor —dijo.

—De eso no tengo dudas. Pero necesito que colabore con Skorzeny sin reservas. Está en juego algo mucho más importante que cualquier antipatía personal. ¿Lo comprende?

—Por supuesto, señor. Sólo quería decir que no creo necesaria su intervención.

—Él es la persona más capacitada para diseñar esta operación. Usted estará al mando en el operativo, pero seguirá sus instrucciones al pie de la letra. Recuerde que Skorzeny logró sacar a Mussolini de un lugar inexpugnable. Es un genio de los golpes de mano.

Un ruido en la puerta anunció la aparición en el umbral de uno de los hombres que acompañaban al alemán. Dijo a los presentes que ya había llegado y se retiró, no sin antes avisar también de que el almirante Carrero se les uniría en breve. Tras él estaba Skorzeny, con cara de pocos amigos. Entró en la sala con una carpeta debajo del brazo, caminando muy erguido y con un gesto de desprecio en la boca.

—Bien. Aquí me tienen.

—Ante todo, señor Skorzeny, debe saber que esta operación es estrictamente secreta —dijo el general al mando—. En ningún caso deberá usted, en el presente o en el futuro, revelar el menor detalle. A todos los efectos, nunca ha existido.

El alemán asintió sin decir nada y dio un fuerte taconazo, que a Durán le pareció más una chanza que el residuo mental de una época pasada.

—Le presento a Antonio Durán —continuó el general—. Es nuestro mejor agente. Seguirá sus indicaciones, pero él estará al mando de la operación. Espero que sepan actuar a la altura de las circunstancias. No tiene por qué gustarles, pero deben hacerlo. Respecto al plan, Skorzeny, ¿ha tenido tiempo de estudiarlo durante el vuelo?

—Ja! —afirmó en alemán—. Está resuelto. Será complejo, pero posible. Si el mando de la operación sabe ejecutarlo, claro.

La gélida ironía hirió a Durán, aunque prefirió no replicar. Se limitó a mirar al alemán con gesto impasible. Su expresión mordaz sólo cambió al ver entrar al almirante Carrero. Todos se pusieron en pie y le hicieron el saludo militar, incluido Otto Skorzeny.

No había tiempo que perder. El alemán explicó a los presentes su plan de asalto. El perímetro exterior de la parcela que rodeaba la casa era amplio. Eso tenía una ventaja para los defensores del sitio, pero también un inconveniente. Y más en una zona boscosa. El ataque se produciría nada más anochecer, aprovechando el abrigo de las sombras, con un pequeño grupo de sólo cuatro hombres. Durán iría a la cabeza. El objetivo: recuperar el maletín y, si era posible —sólo si era posible—, al coronel Johnson con vida.

12

El calor resultaba sofocante incluso en la sierra. Ni siquiera la noche, que había caído hacía más de una hora, mitigaba apenas la sensación de agobio. Una tormenta de verano había humedecido el terreno, pero la poca agua caída se evaporó rápidamente aumentando la sensación de humedad pegajosa.

Antonio Durán estaba reunido con sus hombres en la parte trasera de un furgón camuflado, a las afueras del pueblo de Collado Villalba, ultimando el plan de ataque ideado por Otto Skorzeny.

—A las doce en punto iniciaremos el asalto. Lo primero será acceder al perímetro exterior. Usaremos sólo las ballestas para abatir a los centinelas. Nada de armas de fuego hasta que hayamos entrado en la edificación. Disparad a matar. No hay que permitir que se dé la voz de alarma antes de tiempo y perdamos el factor sorpresa.

Los tres hombres que habrían de acompañarlo escuchaban con atención. Uno de ellos, muy joven pero con el aspecto endurecido de un legionario curtido en la batalla, comprobaba la mira telescópica de su ballesta. Los otros dos observaban a su líder como beatas en una misa solemne.

—Una vez eliminados los centinelas —prosiguió Durán—, tomaremos posiciones cerca de las cuatro ventanas principales del único piso de la casa. A la hora prefijada, cada uno romperá un cristal y lanzará dentro una bomba de humo. Ocuparemos la posición de las puertas lo más rápido posible. Julián y yo la principal, y Anselmo y Gerardo la trasera. Hay que entrar sin perder un segundo, aprovechando la confusión, con las máscaras antigás. Disparad a todo el que os salga al paso. El coronel debe de estar preso en alguna habitación. Nuestras órdenes son precisas. La prioridad es recobrar el maletín que llevaba consigo, y sacar al americano con vida sólo si es viable. Prefiero que lo abatáis por error a perder a uno de vosotros y dar la oportunidad a alguno de los secuestradores de huir hacia el campo con el maletín. ¿Entendido?

Todos asintieron.

—Bien. Entonces sólo nos queda sincronizar nuestros relojes. Serán las 23.25 en cuarenta segundos.

A una orden de Durán, el furgón inició su camino hacia las proximidades del objetivo. Todos se mantuvieron en silencio, repasando el plan mentalmente. Excepto el propio Durán, que tenía instrucciones especiales. Cuando acabó la reunión esa tarde en el cuartel de El Pardo, el vicepresidente del Gobierno en persona lo hizo llamar a su presencia. En un oscuro despacho del palacio-residencia de Franco, Carrero le informó de algo que sólo él debía conocer, y de lo que únicamente respondería ante su autoridad. Ni siquiera los mandos de la inteligencia militar sabrían nada de ello. Nunca.

Después de varias horas torturándole e inyectándole drogas, el ruso que mandaba a los secuestradores del coronel Johnson había perdido la paciencia. Sus métodos hasta el momento habían sido moderadamente blandos. No quería provocarle la muerte y quedarse sin la información que necesitaba obtener de él.

Sus instrucciones desde Moscú eran abrir el maletín en persona y extraer su contenido. Eso era mucho más seguro que tratar de sacarlo del país directamente, ya que podía ser reconocido con facilidad en una inspección de equipajes y con las autoridades alerta. Además, convenía dejar las cosas enfriarse un poco. No había demasiada prisa. Contaba con unos días para arrancar al americano el modo de abrirlo con seguridad.

—Eres un tipo duro, ¿eh? —dijo el ruso al coronel Johnson con una enorme sonrisa capaz de helar la sangre a cualquiera.

El militar no respondió. Se mantenía en silencio desde que empezaron a torturarle. Aunque sabía que sólo era cuestión de tiempo que su resistencia llegara al límite. Y eso era lo que más le asustaba. Desconocía lo que ellos querían saber, de modo que el tormento acabaría, irremisiblemente, con su muerte.

—Ahora vas a probar la medicina de un doctor que ha tratado a muchos pacientes en Siberia. Claro que curarles no les ha curado…

Se refería a sí mismo. En los últimos años había refinado sus técnicas con muchos ciudadanos soviéticos que fueron deportados, y que tuvo bajo su mando en el Gulag. Allí diseñó algunos instrumentos muy útiles para provocar auténtico dolor.

—Mira esta pinza, cerdo… Oh, perdón, no recordaba que estás ciego. Pero yo te la describiré. Es ancha y de extremos planos. Las dos barras están unidas por un eje con un tornillo que permite ir cerrándolas. El mecanismo está desmultiplicado. Cuesta muy poco mover la tuerca que junta las piezas planas… Creo que es mejor que lo pruebes. La experiencia supera a las palabras.

El ruso entregó el artefacto a su ayudante. Éste se agachó, levantó una de las perneras del pantalón del Coronel y le quitó el zapato y el calcetín. Después colocó la pinza a ambos lados del tobillo. La ajustó con la tuerca hasta que quedó sujeta por sí misma, con las piezas planas presionando los huesos.

—En mi trabajo he aprendido cosas que sorprenderían a muchos —dijo el ruso al tiempo que con un gesto de la mano indicaba a su ayudante que diera la primera vuelta de tuerca.

El coronel notó una presión moderada. Desagradable, pero no dolorosa. Frente a él, el ruso sonrió. Había visto esa misma expresión de desconcierto en muchas ocasiones.

—El sufrimiento es un enigma, y cómo provocarlo, un arte. Los antiguos chinos descubrieron que los más terribles padecimientos no son fáciles de causar.

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